sábado, 12 de julio de 2008

CUENTO

ULTIMA OPORTUNIDAD

Nunca volvería a esa ciudad. Lo supo al bajar del avión y antes de que una mano solícita le ofreciera llevarle las valijas.
-¿Es que no le gusta la ciudad? - preguntó alguien que lo esperaba.
No, no era ese el motivo. La ciudad le gustaba, sobre todo por el gran río y la posibilidad de practicar pesca, le encantaba, pero estaba alicaído. De alguna forma se había enterado de lo desalentadores que eran los resultados de su último examen médico. Más bien con tristeza recorrió calles y monumentos, lugares históricos, edificios de arquitectura interesante, sabiendo que iba a ser la última vez que haría una visita de ese tipo, donde lo estaban esperando para agasajarlo por el humor y fina ironía de sus libros. Tenía una foto con otros dos escritores, en la que posaban sonrientes, casi abrazados. En fin, se sintió uno de sus personajes, sólo que esta vez no toleraba repasar su propia historia, no funcionaba contar hechos desgraciados o poco felices de sí mismo.
Estaba sentado en el banco de una plaza céntrica, viendo jugar a los niños cuidados por mayores, bajo las hojas amarillas del otoño de este país, y por un instante recordó la primavera que se iniciaba en el suyo. No había sido una primavera deseada. Ya había tenido noticias de las desagradables novedades, y si aceptó el viaje fue porque quería poner distancia. Reconoció que había sido una ilusión. El paisaje, la gente, todo distinto, sin embargo él era el mismo, ahora más que nunca.
Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Los años de gloria y actividad plena habían quedado atrás sin remedio, ahora sólo permanecía la sensación de estar llegando al final.
Cuando vino a Rosario por primera vez, el río estaba sereno y diáfano, magnífico en su inmensidad, y había golondrinas inquietas que revoloteaban sobre las cabezas de la gente en vuelos rasantes y atrevidos. Se sentía muy bien en aquella oportunidad, aun no había roto con su mujer. Después lo colmó la sensación de haber llegado a un límite, de que todo era inevitable, de que esa etapa estaba cumplida. Sólo que de golpe le parecía que ya no era posible iniciar otra.
Sacó la cigarrera sabiendo que tenía que dejar de fumar, pero no le importaba, total, nadie se lo recordaría. Algo del falso fondo de la cigarrera lo hizo mirar, y una foto de Graciela planeó hasta el suelo. Arrugó la boca. Cuánto tiempo haría que la había puesto allí se preguntó. “Hola Graciela”. Ella lo miró sonriendo apenas. “Estás aburrido, se nota que estás aburrido, vayamos a una confitería”. “¿ Qué confitería preferís?”, Había preguntado él. “La de siempre”, fue la respuesta. “Claro”, dijo poniéndose un abrigo, “Al Moulin Rouge”. Y recordó haber pensado, entonces, “Caramba, estamos casados hace apenas seis meses, y sin embargo qué bien nos entendemos. Siguió recordando que mientras caminaron del brazo ella había dicho que le gustaba ese bar porque era allí donde él acostumbraba escribir de soltero. Después lo había mirado con aire pícaro agregando: “Es donde escribiste esos primeros trabajos que tanto me gustan”. Y también estaban frente al río, claro que no tan imponente como éste. Graciela se había quedado distraída, mirándolo, y agregando después con aire enojado: “Las poesías las has escrito para mí, es decir gracias a mí, porque en ese tiempo éramos novios.” Se habían sentado en el Moulin Rouge, tomando ella un helado de la plaza. Eran hermosos y parecía que durarían para siempre, los dos eran muy jóvenes.
No era una buena mañana para digerir esos pensamientos. Había salido temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se fue con sus pasos contados hasta el puerto. Ya de vuelta, estaba en ese refugio de soñadores que era la especie de plazoleta. Llevaba más de una hora pensando en la muerte, cuando el día pasó del verano al otoño. El río se encrespó como un océano, y un viento de desorden disuadió a las golondrinas y arrastró las hojas caídas.
Encendió un Parisiennes, miró por encima de los anteojos para el sol y vio a la mujer. Se cruzaron sus miradas. Su cara le resultaba familiar, le pareció haberla encontrado antes varias veces en el hall del hotel, y enseguida recordó a una de las asistentes en la primera fila de la sala del círculo cultural. No descartó, sin embargo, que fuera sólo una fantasía de su espíritu solitario. Pero ya días atrás, cuando la avistó entre la concurrencia, reconoció el gran parecido con su ex-esposa de algunos años antes.
Ellos se habían casado hacía treinta, a diez mil kilómetros de allí, en Caracas, con el desconcierto de los padres de ella y el asombro de los de él. Nadie, ni siquiera ellos mismos, habían entendido el origen de ese amor. Se habían conocido sólo tres meses antes de la boda, cuando él se metió sin quererlo en el vestidor de mujeres de una playa del caribe, y mientras se desnudaba apurado se tropezó con ella que trataba de vestirse. Fue un amor a primera vista. Con la misma violencia que empezó, terminó sin saber por qué.
Los viajes le habían resultado encantadores. Comenzaban con una invitación desde algún lugar remoto, como sentía a ésta ciudad donde le parecía haber perdido algo, y una respuesta que antes era de su ex mujer y ahora de él mismo. Entonces contestaba que el profesor de literatura asistiría gustoso a la charla solicitada.
El río se había puesto gris. Un pescador volvía con el bote que adivinó colmado de peces. Siguiendo la trayectoria de la embarcación se volvió a encontrar con los ojos de la mujer. Se acercó a ella.
- El río siempre es fascinante - le dijo con su mejor sonrisa. Ella devolvió la sonrisa:
- Estuvo muy interesante el tema de ayer por la tarde - lo alentó.
Siguieron charlando de cosas triviales, mientras pensaba que la mujer le gustaba de veras. No le resultó difícil apelar a la elocuencia practicada tantas veces en el papel. Quedaron en encontrarse en la próxima charla, que sería la última, y reunirse a la salida en un café cercano para cambiar opiniones.
Regresó contento al hotel. Lo que más le llamó la atención fue que el día gris parecía ahora de una belleza irrepetible. Sospechó que la vida le daba una nueva oportunidad, quizás la última.

martes, 8 de julio de 2008

UN AUTO AVANZA CON RAPIDEZ

UN AUTO AVANZA CON RAPIDEZ
El departamento tiene sus adeptos, los inserta en un ambiente íntimo y a la vez cerca del bullicio y la vida activa, hace que una ciudad grande lo convenza a uno de gastar ahorros y tenerlo pintado y decorado a gusto. Para Ana los trabajos de mantenimiento del suyo la hicieron pensar enseguida en la casa de la abuela. Era no solamente la forma de librarse del polvillo y la incomodidad por unos días. También contaba revivir aquellos años que a la distancia parecían tan hermosos, el sabor de una taza de mate con leche y rebanadas enmantecadas, la vajilla, el convivir de cerca con los muebles que todavía lucían. Podía ser un cambio muy deseable. Y estaba resuelto. Con su esposo, la niña y el perro, pasarían esos días en la casa de la abuela, aprovechando que sus padres no la ocupaban, en espera de las reparaciones del departamento donde vivían. Estaba además el espejo, testigo de tanta imagen añorada.
Ana recorrió con nostalgia el jardín y el pequeño parque lateral donde pasó su niñez ; cada rincón, cada planta, le traían un recuerdo. El jardín había sido cuidado, y conservaba los mismos árboles y arbustos, por lo que a cada paso se encontraba con su pasado. Vio caer las ramas del granado con el peso de la fruta madura. Ese era el lugar favorito de juegos, cuentos, y casi en la adolescencia, de las primeras impresiones que se confiaban con sus dos primas. Se sentó bajo su sombra, sintiendo el día cálido pero agradable. El silencio la envolvía, sus ojos se entrecerraron, y con la mirada hacia adentro, sustraída de la ruidosa quietud, ignoró la multitud de pájaros que en desigual coro, adornaba el espacio verde. Volvió a su niñez, desandando los numerosos caminos que se cruzaban en la vieja casona. Se remontó muy atrás, y entonces tropezó con momentos vividos por su hermano Sebastián , muerto en un accidente en las cercanías, mientras andaba en bicicleta. Enseguida quiso ver el viejo espejo que adornaba el pasillo entre sala y comedor, revivir gestos y poses de niña que había hecho. ¿Estaría todavía, o se habría roto?
Emergiendo de ensueños se levantó y entró a la casa. Allí estaba, como entonces. Se miró en él. De todas las cosas que recordaba, era el lugar que más la atraía, no sabía bien por qué. El cristal era amplio, y las paredes que reflejaba no parecían las de hoy sino aquellas que estaban en su memoria. No se le ocurrió pensar, después lo reconocería una y otra vez, que la casa era la misma y también sus paredes. Pero había algo más, las imágenes la transportaban, hechos de su niñez afluían atropellados, se alejaba más y más de la realidad. Estaban sus padres, estaba su abuela, estaba la puerta abierta desde donde veía la vereda y la calle, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia con el gris de las paredes. Pronto pudo ver a esa niña de seis años, demasiado conocida para no asombrarse. La niña estaba mirándola. Gritó porque era ella misma de pequeña; Sebastián, detrás, esperaba. “¿ Qué querés Anita ? “, respondió apurado, dispuesto a correr a sus juegos. Giró confusa, y aunque nada estaba explicado, una especie de revelación cayó sobre ella, siempre había sido así, olvidando su asombro de minutos antes era otra vez una niña, y la voz escuchada, la propia. “El tiempo está detenido” recapacitó confusamente, pero lo estaba pensando con la cabeza de Anita. Había vivido su infancia treinta años antes, y sin embargo...
Se encontró corriendo junto a Sebastián, mientras el perro ladraba con furia. Anita lo buscó sintiendo que algo no podía ser. Al fin pudo reconocer: “ Si no tenemos perro “, y a sospechar que lo que había empezado casi como un juego, se estaba organizando como otra realidad. Un pequeño error en la máquina del tiempo, un avatar hacia el pasado con sólo pararse ante el espejo, y allí estaba su niñez. Otra vez el ladrido la guió al exterior, y así encontró al ovejero que corría y saltaba en la vieja casa de la abuela. Pestañeando, despertando como de un sueño, pudo comprender. Volvió a mirarse en el espejo, todavía anonadada, buscando a Sebastián: sólo estaba ella con su desconcierto.
Ese primer día aceptó lo que había visto. Desde su hermano hasta su propia figura de niña. Pero los recuerdos eran demasiado dolorosos.
Trató de sustraerse caminando por el jardín, mirando flores y plantas. Sin embargo, algo la ataba al lugar, se preguntó si era el espejo o la nostalgia. Pero la agobiaba la rutina de su trabajo. Pensó en ello. “El cansancio me hace ver cosas que no existen “, concluyó. Siguió caminando, distraída bajo la semisombra de los árboles, hasta la entrada trasera, y después recorrió más tranquila las habitaciones. Desde lejos, volvió a ver el cristal, y en él reflejado algo distinto a lo que tenía a sus espaldas. Se acercó intrigada porque parecía ser la parte externa de la casa, aunque eso no era posible. Miró con cuidado, evitando el rayo de luz que se filtraba por la ventana. Entonces se hizo nítida, en el espejo, la imagen del granado y la alfombra de césped donde sus primas reían jugando. Era un cuadro familiar, y la llamaban con insistencia. Hizo un gran esfuerzo, se apartó al fin del pasillo, pudo cerrar la casa e irse.
Al día siguiente, con su esposo y su hija, eligieron el arreglo mínimo necesario para ubicarse en la casa, y el color de pintura de los pocos ambientes que ocuparían. Con su familia se sintió más tranquila, su marido recorría habitaciones y su hija jugaba en el jardín con los trastos viejos que sacaba de la piecita del fondo. Recordó la compra del espejo en un remate y el origen de esa vieja casa de la que se decían cosas. Ella no creía en fantasmas, y menos los abuelos que se decidieron por el bajo precio. Se trataba de un amplio cristal, con marco de cedro tallado, y contorsiones que sugerían algo, pero lo desechaba atribuyéndolo a su imaginación. Su esposo había sido el primero en notarlo, aunque ella prefiriera olvidarlo.
La tarde caía . Los últimos rayos de sol acentuaban el contraste de luces y sombras. En el pasillo en penumbras , el espejo reflejaba parte del juego de claroscuros . Sin embargo, la mayor parte de la imagen limpia y transparente no participaba de ese orden: En un rincón del living y través de la abertura que acababa de pasar, Sebastián la miraba sonriente. Se dio vuelta con recelo: No había nadie en la sala. Después, en una posición lateral, lo vio, sentado en su bicicleta, con los pies en el suelo. “ Ya vuelvo “ dijo, nervioso como siempre. Recorrió la habitación, pasó por la puerta abierta, atravesó el jardín y siguió el sendero de lajas hasta la vereda.
- No vayas a cruzar - le previno como en tantas otras ocasiones, pero por algún motivo esta vez era distinto. Anita corrió hacia la calle a través de la sala, pequeña, con las medias caídas, y gritando :
- ¡ No lo vuelvas a hacer , Sebastián , no ! - Angustiada llegó a la acera cuando él andaba en su bicicleta . Lejos, un auto avanzaba con rapidez. Anita lo vio, y estirando las manos llamó a su hermano advirtiendo el peligro, pero fue en vano , otra vez los hechos desfilaron ante su mirada espantada . Corrió a ayudarlo porque el auto había frenado, aunque no lo suficiente. Sus piernas pesaban, su garganta se contraía en un grito de dolor, hacía esfuerzos por llegar, pero el momento se prolongaba sin término, en lentos movimientos.
El corazón de Ana latió descontrolado, sus ojos se nublaron y cayó en un abismo sin luz.
- ¡ Ana, Ana ! - La fuerte voz de su esposo, que se inclinó hasta ella tratando de hacerla volver al presente, la sacó de ese sopor angustioso, allí, al pié del espejo.
- Salgamos a tomar aire - agregó él mientras la ayudaba a caminar hasta el jardín. Y desde allí vio a su hija, que por la calle, corría con su bicicleta. Lejos, un auto avanzaba con rapidez.

viernes, 4 de julio de 2008

CUENTO

UN FANTASMA LLAMADO RODRIGUEZ

El vecindario se había enterado bastante antes que los propios familiares: el fantasma del finado Rodríguez, liberado de su condición mortal, estaba echando raíces en el centro de la villa, y lo peor es que nadie sabía como espantarlo. Su color espectral, su casi transparencia, el andar errático y deslizándose en el suelo como impulsado por la brisa, dejaba a todos confundidos y asombrados: el hombre a cuyo entierro habían acudido hacía poco, los visitaba como fantasma.
Después de transcurridos dos meses de su extraña desaparición, y uno de su despedida formal de este mundo, su señora, su hijo y su hermana lograron darle santa sepultura con todos los honores. Había permanecido cerca de un mes enredado entre los juncos de un arroyo, antes de ser rescatado de las aguas. Pero esa cicatriz en la pierna no dejaba lugar a dudas, a pesar de lo irreconocible que estaba, no podía ser otro más que él.
Primero fue el dolor de reconocer el cadáver, cuando acudieron por citación policial, y como habían ido más a descartar la posibilidad que a confirmarla, el golpe fue aún mayor. Después fue la impotencia de una familia pobre, despreocupada de algo tan lejano y poco probable como es una muerte accidental, sobre todo cuando se trata de una persona joven y sana.
Además de los dolores de cabeza propios del momento, estaba la preocupación de afrontar el gasto imprevisto. Pero el vecindario respondió mucho más de lo que ellos esperaban. Organizar un bingo y una rifa, con un lechón como premio, fue una idea acertada de una comunidad sensible a la suerte de sus miembros. Apenas los familiares tuvieron noticias de la ayuda que llegaba, decidieron hacer un sepelio como el muerto se merecía, y afrontar los gastos contrayendo el compromiso de pagar en cuotas el total. Al recibir el dinero, que podría llegar a la tercera parte de la suma requerida, achicarían la deuda. El hecho de estar tan frescos en la memoria del vecindario, los detalles de esa muerte, hizo que se sintieran contaminados de sorpresa, y se agolparan y renovaran en olas. para contemplar el milagro. En medio de aquella tempestad de caras despavoridas, hizo su aparición la familia, que de inmediato se sintió mordida por la duda.
Pero no todos se mostraban esquivos a la presencia de un fantasma. Alguien se animó a tratar con el espectro, y hasta a conversar con él. Así fue que se conocieron detalles concretos de la desaparición de Carlos Rodríguez, según escucharon por propias palabras de su espíritu. Ese día, Carlos Rodríguez había trabajado como siempre, y su ingreso al nuevo estado inmaterial, se produjo por la tarde, mientras regresaba a su hogar. En el trayecto, algo le sucedió, algo que el mismo fantasma no pudo explicar. Entonces comenzó a ponerse en duda la existencia de un espectro que de a ratos tomaba color en sus mejillas, sobre todo cuando se exaltaba con las aclaraciones que una y otra vez le pedían.
Al fin, sobreviviendo a los vicios de la incertidumbre, tuvieron una única explicación posible: su estado cadavérico y su voz opaca y aflautada, se debían a problemas de salud; por ese mismo motivo debió ser que estuvo internado en un hospital durante dos meses, que seguro coincidían con los meses de su ausencia. Los primeros en reconocerlo fueron sus familiares, tras haberlo sometido a inquisiciones imperdonables.
Eran tantas las demostraciones de alegría que hacían ellos, que los demás no entendían nada. Pero al fin la noticia corrió de un extremo al otro de la villa: el pobre Carlos Rodríguez estuvo de vuelta apenas fue dado de baja, y el cadáver encontrado y velado, el de un ilustre desconocido.
Todo el vecindario participó de la parranda por haber recuperado al estimado vecino, y autorizó a la familia a reemplazar los destartalados muebles viejos, con otros que comprarían con lo recaudado en la rifa y el bingo La mayoría sintió que la historia tenía un final feliz, aunque no fue así para la empresa fúnebre: no encontró como reclamar el pago en cuotas del sepelio, por un muerto que estaba vivo.


ROBERBLOGGER

jueves, 3 de julio de 2008

PROSA FANTÁSTICA

RESURRECCIÓN


El aire traía murmullos de agujas de pinos vibrando en la noche callada. El disco plateado se filtraba entre las ramas ralas, bañando con su luz las formas de mármol, y era tan clara que hasta se leían algunas inscripciones. Un suave perfume a flores muertas se posaba en la hierba brillante de rocío. El grillo entonaba su canción de una nota. Sólo el chistido de la lechuza rompía a veces el silencio. Podía decirse que todo dormía en el lugar. Hasta era posible que alguien muy atento escuchase el respirar acompasado de los muertos en la tierra oscura, pero caliente de vahos humeantes. Sólo las cáscaras de las bellotas se movían, con los suaves remolinos que originaba la brisa.
Pero de algún lugar de ese vasto mundo de silencios y quietud, provenía ahora un inconfundible olor a tierras fermentadas. Un sonido muy suave, quizás de terrones de humus que fueran apartados, llegaba ahora. No mucho más allá de esa bóveda de tierra floja, un gemido casi, como de una voz humana que luego se repitió varias veces.
La tierra cedió con facilidad y una mano descarnada emergió después de mucho trabajo. El agujero ya estaba más grande, y rato después se escucharon unos pasos, lentos, como de alguien que arrastrara penosamente una pierna
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